EL OTRO EXTREMO.

CARTA A UN SACERDOTE AMIGO

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

 

Reverendo Padre y querido amigo: Hace unos días, asistiendo a una misa celebrada por Vd., le oí decir, con harto dolor de mi alma, que el aserto “extra Ecclesiam nulla salus” era una doctrina de s. Agustín que había quedado anulada en nuestros días por el Concilio Vaticano II, el cual habría proclamado, según creí entenderle, la salvación universal de los hombres. Casualmente, por esos mismos días acababa yo de redactar y mandar para publicación una carta sobre ese dogma dirigida a una persona que sostenía, al igual que Vd., que el último concilio (y el Papa anterior) lo habían anulado, pero con las consecuencias contrarias, pues estando bien informada acerca del valor doctrinal del “extra Ecclesiam nulla salus”, que no es una doctrina particular, sino definida por la Iglesia, según ella tanto el Concilio como el Papa habrían violado la doctrina infalible del magisterio eclesial sobre la salvación, por lo que se veía «obligada» a declarar a la Iglesia desprovista de cabeza visible («sede vacante») durante el Concilio Vaticano II y el Pontificado de Juan Pablo II. En su predicación vino Vd. a dar razón, sin saberlo, a la acusación de estos otros católicos tentados gravemente en su fe, quienes en vez de tener al Concilio y al Papa como verdaderos adversarios, en realidad se enfrentan contra malentendidos que, como el manifestado por Vd., se difunden sin fundamento (pero también contra el sensus fidei) entre algunos otros católicos. «Los extremos se tocan», dice el refrán popular. Lo que tienen en común ambas falsas opiniones es la afirmación de que el Concilio Vaticano II y el Papa Juan Pablo II han ido contra el aserto “extra Ecclesiam nulla salus”; en lo que se diferencian es en la comprensión del mismo, que los «sedevacantistas» saben que es doctrina fundamental de la Iglesia, y que los otros estiman un error meramente histórico de algunos creyentes, al que fueron inducidos por s. Agustín, y del que hemos sido liberados por el último concilio.

 

Nada más terminar la misa fui a hablar con Vd., pero apenas pudimos intercambiar más que una breve y acalorada conversación, en la que chocaron nuestras tesis, y que quedó inacabada, pues le apremiaban a Vd. otras labores pastorales. Reafirmándome en el respeto que como a sacerdote de Cristo le tengo, le ruego me perdone lo atolondrado de mi exposición en aquellos momentos. Y para compensar aquellos defectos le escribo estas páginas con toda mi atención y cariño, en la esperanza de que prevalezca sobre mis debilidades la fe de la Santa Iglesia.

 

Procederé, en lo que sigue, a establecer, primero, la enseñanza del Vaticano II en torno a la salvación de los hombres, que, como ya he mostrado en el escrito “Extra Ecclesiam nulla salus”, no sólo no contradice este dogma, sino que lo reafirma múltiples veces. A esa tarea corresponderá la primera parte de esta carta. En la segunda parte, estudiaré el origen histórico del dogma –que no está en s. Agustín, aunque lo tenga a él entre sus primeros expositores–, así como su significado preciso y su valor teológico.

 

 

I.- LA DOCTRINA DE LA IGLESIA, Y EN PARTICULAR DEL VATICANO II, ACERCA DE LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES.

 

 

A fin de no repetir lo que ya quedó consignado acerca de la doctrina de la Iglesia y del Vaticano II en el anterior escrito más arriba mencionado, consideraré si la tesis de Vd. coincide con la doctrina del Concilio, en el bien entendido de que su tesis quedaría resumida, según pude inferir de nuestra breve conversación, en estos cuatro asertos: 1.-Cristo ha muerto por todos, y todos los hombres han sido redimidos por Él; 2.-Su gracia ha sido derramada en forma de semillas de la Palabra en todas las religiones, es decir, a todos los hombres; 3.-Luego, basta, por ejemplo, a un budista con ser buen budista para salvarse; 4.-Por lo que la Iglesia sería sólo un medio alternativo, que nos sirve a los que creemos en ella, pero no es la única tabla de salvación, sino que pertenecer a ella es sólo uno de los modos de poder salvarse.

 

I.1- Veamos el primer punto. Ciertamente, Cristo ha muerto por todos los hombres para redimirnos[1], pero eso no implica que todos los hombres sean redimidos por Él, porque para salvarse hace falta otra condición además de la gracia de Cristo, a saber, la libertad humana que acepte esa gracia[2]. Precisamente, ha sido mérito del Concilio Vaticano II el haber recalcado algo que la Iglesia sabía por las enseñanzas de su Fundador y había repetido desde siempre, aunque no siempre todos los cristianos hayan respetado en sus obras, a saber: que Dios respeta la libertad del hombre, y sólo lo salva si el hombre acepta su gracia. He aquí las palabras del Concilio:

 

el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado por Jesucristo a la filiación adoptiva, no puede adherirse a Dios, que se revela a sí mismo, a menos que atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio racional y libre de la fe” (Dignitatis humanae, n. 10[3]).

 

Y también:

 

hay que anunciar al Dios vivo y a Jesucristo enviado por Él para salvar a todos, a fin de que los no cristianos, bajo la acción del Espíritu Santo que abre sus corazones, creyendo se conviertan libremente al Señor y se unan a Él con sinceridad”, (Ad gentes, n. 13[4])

 

Y para mayor claridad nos indica cómo esa doctrina fue enseñada por nuestro Señor:

 

Dios llama ciertamente a los hombres a servirle en espíritu y verdad, en virtud de lo cual éstos quedan obligados en conciencia, pero no coaccionados. Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que Él mismo ha creado, la cual debe regirse por su propia determinación y gozar de libertad. Esto se hizo patente sobre todo en Cristo Jesús en quien Dios se manifestó perfectamente a sí mismo y descubrió sus caminos…Finalmente, al consumar en la cruz la obra de la Redención, con la que adquiría para los hombres la salvación y la verdadera libertad, completó su revelación. Dio, en efecto, testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Porque su reino no se defiende a golpes, sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído…” (Ibid., n. 11[5]).

 

Que Cristo haya muerto por la redención de todos no significa, por tanto, que todos hayamos sido salvados, sino sólo aquellos que acepten libremente ser redimidos por Él. S. Agustín, una vez más, lo había dicho con la claridad y lucidez que le caracteriza: “Dios que te hizo sin ti, no te justifica sin ti[6]. Lo que la muerte de Cristo garantiza es que no puede haber ni un solo hombre que en algún momento de su vida (de un segundo o de cien años de duración) no reciba el ofrecimiento de Su gracia. La diferencia entre la oferta de la gracia redentora de Cristo y su aceptación por parte de los hombres es sugerida por el Maestro en la fórmula de la consagración del cáliz que nos conservaron los evangelios de s. Mateo y de s. Marcos: “Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos (Mc 14, 24) para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28). No es que Cristo no haya muerto por todos, sino que sólo «muchos» aprovechan el derramamiento de su sangre[7].

 

Por otra parte, en Dios nada es mecánico ni automático, sino todo espiritual y libre. Lo mismo que la presciencia divina no fuerza a hacer el mal a nadie[8], tampoco su gracia constriñe a obrar el bien ni a salvarse. Ningún ser humano es, ni fue, ni será salvado más que por la conjunción de la gracia de Cristo y de su libertad. En consecuencia, aunque Cristo haya muerto por todos, nadie está necesariamente redimido[9].

 

Por si quedara alguna duda acerca de la libertad del acto de fe, esto es lo que nos dice el Vaticano II:

 

La Iglesia prohíbe severamente que a nadie se obligue, o se induzca, o se atraiga por medios inapropiados a abrazar la fe, lo mismo que exige el derecho de que nadie sea apartado de la fe con vejaciones y amenazas” (Ad gentes, n. 13).

 

Este texto expresa la consecuencia práctica, para los creyentes, de la libertad intrínseca del acto de fe[10], querida por Dios, quien no coacciona a creer, aunque sí nos lo exija moralmente.

 

En definitiva, Cristo ha muerto por todos los hombres, pero sólo los que creen en Él y aceptan libremente su redención se salvan.

 

I.2.- La gracia de Cristo se ha dado en forma de semillas de la Palabra en todas las religiones, es decir, a todos los hombres.

 

Es cierto que el Concilio respeta y valora todas las religiones de todos los tiempos:

 

Ya desde la antigüedad y hasta nuestros días se encuentra en los diversos pueblos una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el reconocimiento de la Suma Divinidad e incluso del Padre. Esta percepción y conocimiento penetra toda su vida con íntimo sentido religioso…/ La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas. / Por consiguiente, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen” (Nostra aetate, n.2[11]).

 

Nótese, no obstante, que en este texto se dice que la Iglesia no rechaza lo que de verdadero y de bueno se halla en las religiones, pero eso no significa que valore positivamente todo lo que hay en ellas, es decir, lo que de erróneo y de malo (por comisión u omisión) haya en ellas. Más aún, cuando alude a las hondas discrepancias de sus preceptos y doctrinas con los de la Iglesia, dice escuetamente que las respeta, pero sólo valora positivamente los vestigios o destellos que contengan de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres, y que es la que ella anuncia. Del mismo modo, nos exhorta a guardar y promover los bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que existan en las religiones, pero no las aberraciones ni lo abominable que se profesen en ellas. ¿Qué respeto pueden merecer el canibalismo, los sacrificios humanos, las supersticiones o la poligamia, etc., por muy religiosamente que se los practique? Precisamente los errores y desviaciones morales de las religiones suelen servir de razón justificante para el ateísmo, fenómeno que no es originario, sino derivado[12], y que la Iglesia reprueba expresamente[13], por lo que debe entenderse que reprueba también sus causas, entre las que, como digo, se cuentan los defectos de las religiones.

 

Así mismo en la Lumen gentium se declara:

 

La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que entre ellos (los que sin culpa buscan a Dios y se esfuerzan por vivir con honradez) hay, como una preparación evangélica, y dado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida” (n. 16[14]).

 

Sin embargo, inmediatamente después de esta declaración de aprecio, el Concilio señala que los hombres se extravían muchas veces, por engaño del Maligno y por sus falsos pensamientos, sirviendo a las criaturas en vez de al creador. Además, esa valoración de lo bueno que se halle en todas las religiones no la hace el Concilio por igual, pues se refiere por separado al judaísmo, al islamismo y a las religiones politeístas, animistas, etc. Es cierto que las respeta a todas, pero es obvio que no las puede valorar a todas del mismo modo. Por lo demás, el Concilio no se pronuncia sobre las sectas destructivas, cuya proliferación es un fenómeno posterior, pero que tienen, en la conciencia de muchos de los que se adhieren a ellas, una motivación religiosa, ¿acaso habría que valorarlas positivamente? ¿Y los cultos satánicos? –El respeto de la Iglesia por las religiones no puede ser mayor que el que ella tiene por la conciencia de cada persona, el cual se reduce a no violentarla por coacción externa, pero no consiste en aprobar como bueno todo lo que en conciencia se haga y se diga. Sólo es aprobable lo que hagan los hombres con buena conciencia, cuando esa conciencia esté bien formada, pero no lo que hagan con pecado y maldad material, aunque sea hecho sin mala conciencia. Es más, la Iglesia no puede dejar de anunciar la verdad y de denunciar los errores y maldades humanos, incluso los que se contienen en las conciencias erróneamente buenas, y aun a riesgo de que se conviertan en conciencias formalmente malas, porque la Iglesia, lo mismo que el discípulo[15], no puede ser más que su maestro: si Cristo es piedra de escándalo[16] y motivo de ruptura entre los hombres[17], ella no puede pretender contentar a todos, sino que ha de ser también signo de contradicción[18]. El «convertíos y creed en el evangelio» implica la acusación de pecado, que es lo que no querían admitir los escribas y fariseos, cuya dureza de cerviz atacó Cristo tan severamente[19], de manera que quienes no reconocen sus pecados hacen mentiroso a nuestro Señor[20]. Es una tentación satánica, de la más subida soberbia, creernos mejores que Dios, más listos y más respetuosos que Jesucristo, su Hijo, o sea, creer que hacemos mejor silenciando el evangelio en sus partes más duras e impopulares, en cada momento histórico, para poder atraer así a los hombres. La fuerza del evangelio, Palabra de Dios, está en la manifestación de la verdad revelada íntegra, no en el silenciamiento u omisión de algunos de sus contenidos.

 

Así lo confirma otro documento del Vaticano II:

 

 “Esfuércense, además, los cristianos, caminando con sabiduría, por difundir ante los de fuera en el Espíritu Santo, en caridad no fingida, en palabras de verdad (2 Co 6, 6-7), la luz de la vida con toda confianza y fortaleza, incluso hasta el derramamiento de sangre. / Porque el discípulo tiene la obligación grave para con Cristo Maestro de conocer cada día más la verdad que de Él ha recibido, de anunciarla fielmente y de defenderla con valentía, excluidos los medios contrarios al espíritu evangélico. A la vez, empero, la caridad de Cristo le acucia para que trate con amor, prudencia y paciencia a los hombres que viven en el error o en la ignorancia de la fe. Deben, pues tenerse en cuenta tanto los deberes para con Cristo, Verbo vivificante, que hay que predicar, como los derechos de la persona humana y la medida de la gracia que Dios, por Cristo, ha concedido al hombre, que es invitado a recibir y profesar voluntariamente” (Dignitatis humanae, 14[21]).

 

Si hay que predicar el evangelio con fortaleza y hasta el derramamiento de la sangre, será porque hemos de llevar la contraria a los errores y maldades de los hombres y de sus religiones, de lo contrario, si les adulamos alabando sus yerros y malicias, ¿qué peligro podría haber?; si hemos de anunciar fielmente la verdad y de defenderla con valentía, será porque hemos de denunciar lo que la verdad (Cristo) nos enseña que es erróneo o malo. El equilibrio entre el anuncio de la verdad y el respeto por las religiones, así como de la conciencia ajena, no lleva consigo el silencio ante el error y el consentimiento en el mal moral, sino la denuncia de ambos sin el empleo de la coacción[22].

 

Además, según ya he dicho, el Concilio sólo valora positivamente en las religiones lo que es fruto de la acción del Espíritu Santo, la cual no es en ellos una revelación directa, sino una semilla de la Palabra que pertenece a la Iglesia. Desde luego, como el Espíritu sopla adonde y como quiere, esas semillas son dispares y dispersas, por lo que no existe ninguna religión meramente humana que tenga todas las semillas, sino sólo una dispersión de semillas de la Palabra entre las diversas religiones.

 

Pero si admitiéramos, no obstante, que, por hipótesis fingida, hubiere alguna religión meramente humana que poseyera todas las semillas de la verdad, en realidad esa religión no poseería otra cosa que «semillas», o sea, verdades y gracias en germen o por desarrollar con la doctrina y los dones de Cristo. Conviene prestar atención, pues, al símbolo de la semilla. Y precisamente, en el símbolo de la semilla, tan evangélico[23], se contiene que, si no cae en tierra buena, y no recibe las labores debidas ni el beneficio de lluvia, no crecerá ni se hará árbol; es decir, en el símbolo está implícito que las semillas por sí solas no dan frutos de vida eterna. Al estar rodeadas de elementos adversos, errores, pecados y malas costumbres, se secarían y desaparecerían, salvo que la propia gracia de Cristo las rescatase y redimiese. Las semillas de la Palabra y de la gracia no son ni la verdad ni la redención completas, sino que todo su valor estriba en ser preparación para el evangelio, es decir, en disponer a los hombres para recibir la buena noticia, pero ellas ni son todavía la buena noticia ni tampoco son suficientes para la salvación.

 

Según el Concilio, las semillas de la Palabra están insertas en las culturas y tradiciones humanas[24], no directamente en las personas, de manera que, aunque hayan nacido de dones divinos otorgados a algunas personas, sólo benefician a aquellos que tomándolas de su cultura las hacen personalmente suyas. No son, por tanto, como los sacramentos, que confieren la gracia ex opere operato, ni como la proclamación del evangelio, que mueve personalmente a la fe, sino que son sólo indicios para que los hombres puedan desear y reconocer la verdadera revelación. En esa medida cabe decir que ellas sensibilizan al hombre para poder recibir el anuncio del Evangelio, que les está dirigido, y para desear la salvación, a la que están llamados, pero no pasan de ser más que cierta predisposición favorable, porque las meras semillas no son ellas mismas tal anuncio ni salvación. Así lo expone el Vaticano II:

 

porque estos esfuerzos (con los que los hombres buscan de muchas maneras a Dios, para ver si a tientas le pueden encontrar) necesitan ser iluminados y sanados, aunque, por benigna determinación del Dios providente, pueden tenerse alguna vez como pedagogía hacia el Dios verdadero o como preparación para el Evangelio” (Ad gentes, n. 3[25]).

 

El esfuerzo humano de búsqueda para encontrar a Dios es la esencia misma de la religión. En ese esfuerzo las semillas de la Palabra representan una «pedagogía hacia el Dios verdadero» y una «preparación evangélica» puestas en marcha por el Dios providente, pero no son la meta, sino hitos en el camino que orientan hacia Cristo y que requieren aún ser acompañadas por su luz y su gracia, para que crezcan y den fruto[26]. Y, aun siendo pedagogía divina y preparación evangélicas, no se pueden equiparar a la plena preparación del Evangelio, que es el Primer Testamento[27]. El Primer Testamento contiene no semillas de la Palabra, sino la Palabra de Dios, y sus ritos (circuncisión, presentación, etc.) conferían la gracia no ex opere operato, sino en virtud del Mesías prometido[28], lo que tras su venida han dejado de hacer[29]. Pero si el Primer Testamento, aún siendo la preparación elegida y directa del Evangelio, hubo de ser llevado a cumplimiento y perfección por el Segundo, ¡cuánto más no habrán de ser corregidas y completadas las semillas de la Palabra, dispersas y rodeadas de errores en las religiones!

 

No se olvide, además, que todos nacemos con el pecado de origen, de manera que ni tenemos un conocimiento adecuado de Dios ni agradamos a Dios con las obras buenas que hacemos por ser humanamente buenas, sino cuando son hechas con la fe y la caridad que otorga la gracia salvadora de Cristo[30]. Como consecuencia del pecado original,

 

Los preceptos de la ley natural no son percibidos por todos de una manera clara e inmediata. En la situación actual, la gracia y la revelación son necesarias al hombre pecador para que las verdades religiosas y morales puedan ser conocidas "de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error" (Pío XII, Enc. "Humani generis": DS 3876). La ley natural proporciona a la Ley revelada y a la gracia un cimiento preparado por Dios y otorgado a la obra del Espíritu” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1960[31]).

 

Para que den fruto, las semillas de la Palabra han de ir acompañadas del cumplimiento íntegro de la ley natural, que sólo la revelación y la gracia cristianas otorgan de modo pleno. Ni tampoco se olvide que, por muchas buenas obras que hagamos, incluso los creyentes en Cristo, sin la fe viva en el salvador las obras no nos salvarán, lo mismo que no nos salvará la sola fe sin las obras: se requiere la unidad de vida que sólo el don de Dios hecho hombre comunica a los humildes y penitentes. No somos los hombres los que nos salvamos a nosotros mismos, sino nuestra aceptación de la Misericordia de Dios hecha carne, en el modo y en la hora en que ella lo determine.

 

Como dijo s. Pedro, Dios quiere que todos los hombres se conviertan: “Para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, sino que obra pacientemente con vosotros, no queriendo que perezcan algunos, sino que todos vengan a penitencia” (2 Pe 3, 8-9). Todo ser humano tiene, para salvarse, que volver a Dios, o sea, convertirse; no tengamos más prisa que Dios por salvar a los hombres, pretendiendo que lo hagan sin arrepentirse, sin ser iluminados y sanados por el Hijo de Dios.

 

Por todo lo anterior, para engendrar la vida nueva de Cristo, sin la cual no hay salvación, el Espíritu Santo ha de obrar en nosotros más que la simple siembra de esas semillas:

 

El Espíritu Santo, que llama a todos los hombres a Cristo por las semillas de la Palabra y la predicación del Evangelio y suscita el homenaje de la fe en los corazones, cuando engendra para una nueva vida en el seno de la fuente bautismal a los que creen en Cristo, los congrega en el único pueblo de Dios, que es linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición (1 Pe 2, 9)” (Ad gentes, n. 15[32]).

 

Este texto reúne los cuatro pasos que recorre la llamada del Espíritu dirigida a todos los hombres para que vayan a Cristo: (i) la siembra de la semilla de la Palabra, (ii) la predicación del evangelio, (iii) la suscitación del obsequio de la fe –o sea, la aceptación libre de ella como don por parte del hombre–, tras de lo cual se está capacitado para recibir en su plenitud la gracia redentora de la cruz (sea sacramental o extrasacramentalmente), y (iv) la integración en la Iglesia. Tener, por consiguiente, semillas de la Palabra no convierte en suficientemente verdaderas ni salvíficas a las religiones, sino sólo en idóneas para ser redimidas por la verdad y la gracia de la nueva vida, cuyo lugar de asiento es la Iglesia.

 

I.3.- Luego basta, por ejemplo, a un budista con ser un buen budista para salvarse.

 

Cualquiera puede ver que esta conclusión no se sigue, en modo alguno, de la doctrina del Concilio. Lo más que cabe concluir es que un buen budista puede ser también salvado por Cristo, cuando se convierta en su corazón y crea que Él es el Hijo de Dios, hecho hombre para salvarnos. Es más, parece que eso mismo se ha de decir de un mal budista, sobre todo habida cuenta de la enseñanza evangélica según la cual los publicanos y las meretrices precederán a muchos en el reino de los cielos (Mt 21, 31-32): están mejor dispuestos para la redención quienes se saben pecadores que quienes se creen justos. Por lo que las semillas de la Palabra no parece que ofrezcan ventajas especiales a quienes son cumplidores de los preceptos de una mera religión sobre aquellos que no lo son, con tal de que estos últimos sigan siendo en su fondo personas religiosas, pues ellas sólo orientan y preparan para el encuentro con Cristo redentor, que no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9, 13).

 

Mas como la referencia al budismo se hace a título de ejemplo, en el fondo lo que se afirma en la tesis arriba enunciada es que toda buena persona se salva. Contra los que deducen eso del Concilio alzó su voz Pablo VI con estas palabras:

 

Con demasiada frecuencia y bajo formas diversas se oye decir que imponer una verdad, por ejemplo, la del Evangelio, que imponer una vía, aunque sea la de la salvación, no es sino una violencia cometida contra la libertad religiosa. Además, se añade, ¿para qué anunciar el Evangelio, ya que todo hombre se salva por la rectitud del corazón? Por otra parte, es bien sabido que el mundo y la historia están llenos de «semillas del Verbo». ¿No es, pues, una ilusión pretender llevar el Evangelio donde ya está presente a través de esas semillas que el mismo Señor ha esparcido? / Cualquiera que haga un esfuerzo por examinar a fondo, a la luz de los documentos conciliares, las cuestiones que tales y tan superficiales razonamientos plantean, encontrarán una bien distinta visión de la realidad” (Evangelii Nuntiandi, n.80[33]).

 

Si fuera verdad[34] que a todo hombre le bastara para salvarse con ser un buen hombre, o con seguir fielmente su religión, el anuncio del evangelio no sería más que un obstáculo o complicación para la salvación de los no creyentes. Ante todo, porque en tal caso el anuncio debería reducirse a decirles: no os preocupéis, con lo que ya hacéis y sabéis os salváis; o sea, el anuncio del evangelio equivaldría a la confesión de la superfluidad de ese mismo anuncio. A lo que podrían responder ellos: ¿y para qué os molestáis en decirnos lo que ya creemos? ¿Es eso todo lo que os ha enseñado Cristo: que cada cual se quede en sus creencias y en sus religiones? Pero no sólo sería superfluo tal mensaje, sino verdaderamente dañino, pues en el fondo lo que se estaría diciendo es: no hace falta que busquéis más a Dios, ni la verdad, ni que os convirtáis, pues la salvación ya la tenéis en vuestras religiones, cumplid sus preceptos y os salvaréis[35]. Mas eso sería engañarlos, pues el hombre ha sido puesto en el mundo para buscar a Dios (Hech 17, 27), y Cristo ha venido para enseñar el Camino, la Verdad y la Vida a los que los buscan. Ahora bien, si el Camino enseñado por Él fuera cualquier camino, la Verdad fuera cualquier creencia y la Vida fuera cualquier modo humanamente honesto de vivir, no nos habría enseñado otra cosa que el indiferentismo[36]. Si dijéramos, pues, que basta para salvarse con seguir cualquier religión, entonces evacuaríamos el mensaje evangélico, cuyo anuncio es “convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1, 15). Toda la labor misionera, puesta en marcha por el mandato de Cristo: “id al mundo universo y predicad el evangelio a toda criatura, el que creyere y fuere bautizado se salvará, el que no creyere, se condenará” (Mc 16, 15-16), quedaría abortada. Las misiones se reducirían a tareas humanitarias que se harían desde los países (que se creen a sí mismos) más cultos y ricos a los (que creen) más pobres e incultos, es decir, podrían ser substituidas sencillamente por las ONG. El mensaje salvífico habría sido erradicado de la actividad de la Iglesia, o, lo que es igual, dejaríamos a los hombres abandonados a sus errores, terrores y pecados.

 

No debemos, pues, confundir el respeto a la conciencia ajena, que la Iglesia nos manda tener, con la tesis de que la mera buena conciencia salva a los hombres. S. Pablo lo dice abiertamente: “Me importa poco ser juzgado por vosotros o por juicio humano. Pero tampoco me juzgo a mí mismo, pues aunque no me pesa nada en la conciencia, eso, con todo, no me hace justo, antes bien quien me juzga es Dios” (1 Co 4, 3-4). Es preciso obrar con buena conciencia, pero la buena conciencia no es suficiente para complacer a Dios: sin la gracia de Cristo, todos somos pecadores ante Él, desde los infantes hasta los más honrados. El fariseo que subió a orar al templo tenía buena conciencia, cumplía la ley y todos los preceptos religiosos, pero oraba mal, no se reconocía pecador, y no fue justificado por su oración (Lc 18, 10-12); tampoco los escribas tenían problemas de conciencia, sino que se creían buenos hijos de Abrahán, hombres perfectamente religiosos, pero Cristo sacudió sus conciencias con toda dureza para que se convirtieran (Mt 23, 2-35). S. Pablo lo supo por sí mismo, pues cuando todavía era Saulo perseguía en conciencia a los cristianos hasta que Cristo lo descabalgó de su conciencia errónea. Y si la buena conciencia sola no salva a los que conocen la Palabra de Dios, judíos y cristianos, tampoco a los no cristianos[37].

 

En consecuencia, una cosa son el respeto por las religiones, el diálogo interreligioso y el respeto por la conciencia ajena[38], pero otra muy diferente es que cualquier mera religión salve a los hombres, pues –no tengo más remedio que repetirlo– fuera de Jesucristo Nazareno no hay salvación: “y no hay salvación en ningún otro, pues no ha sido dado a los hombres ningún otro nombre bajo el cielo en el cual debamos salvarnos” (Hech 4, 12). Cuando se pretende que los hombres se salven por su sola y propia bondad, se cree uno más amigo de los hombres que Cristo, que dio su vida por nosotros, y más misericordioso que el Padre, que entregó a su propio Hijo para que todo el que crea en Él se salve: se cae en gravísimo pecado de soberbia que ahoga toda posible redención. 

 

I.4.- Por lo cual la Iglesia sería sólo un medio alternativo, que nos sirve a los que creemos en ella, pero no la única tabla de salvación.

 

Si se admitiera el punto I.3, habría que concluir que la Iglesia sería una religión más, o, como mucho, un medio alternativo instituido por Dios para ayudar a algunos hombres, pero no una misión divina necesaria para la salvación de todos los hombres. Ahora bien, eso no es lo que enseña el Concilio:

 

“Enseña (el sagrado concilio), fundado en la Escritura y en la tradición de la Iglesia, que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Pues sólo Cristo es el mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia; y Él, inculcando con palabras expresas la necesidad de la fe y del bautismo (Mc 16,16; Io 3, 5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como puerta obligada. Por lo cual no podrían salvarse quienes sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios por medio de Jesucristo como necesaria, desdeñaran entrar en ella o no quisieran permanecer en ella” (Lumen gentium, n. 14[39]).

 

En congruencia con esa necesidad de pertenecer a la Iglesia, se afirma:

 

Todos los hombres son admitidos a esta unidad católica del pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz universal y a ella pertenecen de varios modos o están ordenados tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los hombres en general, llamados a la salvación por la gracia de Dios” (Lumen gentium, n. 13[40]).

 

A la Iglesia, pues, o bien pertenecen o bien están ordenados[41], de varios modos, todos los hombres, en la medida en que están llamados a la salvación. Por esa razón la Iglesia es una y universal o católica, hasta el punto de que el Concilio sostiene que:

 

“(Cristo) constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación” (Lumen gentium, n. 48[42]).

 

Si la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, es sacramento universal de salvación, no cabe que haya otro medio de salvación fuera de ella.

 

Por si lo anterior fuera poco, el Concilio recoge expresamente el aserto que Vd. cree que niega:

 

En toda comunidad que participa del altar, bajo el ministerio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y «unidad del Cuerpo místico sin la que no puede haber salvación»” (Lumen gentium n. 26[43]).

 

El Cuerpo místico es la Iglesia, por lo tanto fuera de la unidad de la Iglesia no puede haber salvación (non potest esse salus). La cita referida por los Padres conciliares está tomada de la Summa Theologiae de Tomás de Aquino III, 73, 3, in c, quiérese decir con ello que la hacen suya.

 

A todo lo cual añade el Papa Juan Pablo II:

 

El hecho de que los seguidores de otras religiones puedan recibir la gracia de Dios y ser salvados por Cristo, independientemente de los medios ordinarios que él ha establecido, no quita la llamada a la fe y al bautismo que Dios quiere para todos los pueblos” (Redemptoris missio, n. 55[44]).

 

La Iglesia es el camino ordinario para la salvación querido por Dios, y sólo ella posee la plenitud de los medios de salvación para todos los hombres (Redemptoris missio, l.c.). Quizás esta aclaración –unida a la afirmación de que no pueden salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios por medio de Jesucristo como necesaria, no quieran entrar o permanecer  en ella– suscite en algunos la cuestión de que, si la Iglesia es el camino ordinario, entonces es que ella no es el único camino para la salvación: habría junto a ella otros caminos, los extraordinarios, válidos para los que no saben que la Iglesia es camino de salvación necesario.

 

Pero una cosa es que Dios tenga, además de los ordinarios, medios ocultos para nosotros y extraordinarios de salvar a los hombres, y otra que eso se haga por completo fuera de la Iglesia; o dicho de otro modo: una cosa es que Dios salve a los hombres de modo no común, y otra que todas o cualquiera de las meras religiones sean verdaderas y salvíficas. No. Sólo hay un camino para salvarse, y ése es Cristo, cuya luz y gracia salvan a todo el que se salva. Y como Él es la cabeza de la Iglesia, nadie se salva fuera de la Iglesia, sea por los dones ordinarios o por los extraordinarios, que a ella también le pertenecen como Cuerpo de Cristo que es.

 

Es éste el momento de hacer expresa la índole de la Iglesia. La Iglesia es una misión histórica encomendada por Cristo a sus discípulos para que continúen entre los hombres Su misión[45], la cual todavía no ha alcanzado su objetivo final, sino que está en vías de consumarse. Y puesto que la misión de Cristo fue un descenso del Verbo para que por Él podamos ascender los hombres, la Iglesia se parece a una especie de escala de Jacob[46] por la que, en vez de ángeles, bajan las gracias divinas hasta la tierra y suben los hombres hasta el cielo. Por el principal de sus cabos esa escala está anclada en el cielo desde la muerte y resurrección de Cristo (su cabeza), a la cual acompaña, desde su asunción, María, la Madre del Señor, ambos corporalmente junto al Padre. El tramo de la escala inmediato al anclaje está ocupado por el conjunto (creciente) de los seres humanos cuyas almas han sido plenamente vivificadas por la muerte de Jesucristo, entre los cuales se cuentan tanto los justos que vivieron antes del Señor y esperaron en su venida, como los que habiendo vivido después de Cristo aceptaron de Él el don de la perseverancia final y contemplan espiritualmente la gloria del Resucitado. Los que están en este tramo están ya salvados y felices, aunque todavía no hayan recibido la última gracia, la de la resurrección de sus cuerpos. En el tramo inmediato están las almas que todavía no gozan de la visión espiritual plena de la gloria de Cristo, sino que, aun habiendo muerto cristianamente, purgan todavía sus pecados leves. De este tramo al segundo hay un trasiego constante, y tanto a él como al anterior se agregan sin cesar nuevos miembros, en la misma medida en que mueren en y con Cristo. Y, por último, está el tramo final, el que es visible para los habitantes de este mundo. Se trata del otro cabo de la escala. Recibe su firmeza y su vida del anclaje de toda la escala, la cabeza de la Iglesia, pero tiene la forma de una navecilla que se balancea según las mareas y el oleaje con que es zarandeada por la historia humana. Esta navecilla es el otro cabo de la escala, que está integrado por la comunidad de los bautizados, por la Iglesia visible, de apariencia endeble y humana, a la que se unen los hombres mediante la fe y los sacramentos para no hundirse en el piélago sin fondo del error y de la maldad. Mas esta navecilla tiene, por debajo de la línea de flotación, de manera no visible a los ojos humanos, una bodega que alberga a todos aquellos que, sin haber recibido el bautismo ni pertenecer a la Iglesia visible, viven con la gracia del crucificado, haciendo lo que entienden que Dios quiere y queriendo hacer todo cuanto Dios quiera.

 

La Iglesia es, pues, una misión en vías de cumplimiento y que está todavía entre el tiempo y la eternidad. Aunque su fundación es para siempre y su final será la Jerusalén celeste, aún está, en la inmensa mayoría de sus miembros, «entre» su fundación y su consumación; más aún, un número grande de sus miembros todavía ni siquiera ha sido creado por Dios. Está consumada en su cabeza y su cuello –permítaseme esa manera de situar a María–, pero del resto del cuerpo parte está salvado y en espera de la resurrección, parte en formación, parte en gestación, e incluso parte del cuerpo está por ser creado.

 

Con relación a nuestra capacidad de conocimiento, esa escala, o esa misión, es sólo visible en su cabo inferior y no en toda su envergadura. Con relación a su cumplimiento, los miembros de la Iglesia se sitúan en distintas fases: sólo Cristo y María, que sepamos, la han consumado; muchos otros la han terminado en su fase de prueba, pero no han llegado todavía al estado definitivo (resurrección); otros la han terminado en su fase de prueba, aunque no en la de justicia; y los que estamos en vida también pasamos por fases muy distintas. Como los obreros contratados por el amo a la labor de la viña, unos no han hecho más que comenzar el trabajo, otros llevan todo el día, otros llevan algo menos, muchos no han oído todavía la llamada, otros ni tan siquiera han nacido… Sin embargo, todos los que han aceptado o acepten la gracia de Cristo pertenecen a la viña, sea de modo visible, sea de modo invisible, y los que no hayan aceptado, o acepten, su llamada por lo menos al final del día no se salvarán.

 

Esta diversidad de situaciones no rompe la unidad de la Iglesia, de manera que la Iglesia visible no está separada de la invisible, como el cabo más bajo de la escala no está separado del que se ancla en la eternidad. Pero debido a la diversidad de situaciones y a nuestra incapacidad para ver la realidad espiritual tal como es, los hombres tenemos que distinguir entre la Iglesia institución histórica, compuesta por los bautizados viadores que creen en Cristo y están en comunión con los pastores –por Él encargados de mantener su unión y su vida transnatural durante el peregrinaje por esta vida terrena, y la Iglesia universal, de la que aquélla es parte y signo vivo, y en la cual se congregarán ante el Padre todos los justos desde Abel hasta el último elegido al final de los tiempos[47].

 

Es cierto que los modos extraordinarios usados por Dios para incorporar a los hombres a su reino quedan fuera del alcance de nuestro saber, pero también es cierto que esos modos han de tener todos el mismo resultado, antes o después, en la vida o en la muerte: creer, con fe informada por la caridad, que Cristo es el Hijo de Dios hecho hombre y muerto para salvarnos. Sólo así podemos ser liberados del pecado de origen y de los nuestros propios, pues quien así cree en Él ya tiene la vida eterna (Jn 3, 36) y está asociado a su Cuerpo.

 

En conclusión, fuera de la Iglesia universal no hay salvación posible, aunque fuera de la Iglesia visible sí quepa la salvación: la Iglesia visible es el camino ordinario, fuera del cual existen caminos extraordinarios de salvación sólo por Dios conocidos; pero fuera de la Iglesia universal e invisible, aquella que constituye el Cuerpo completo de Cristo, no cabe salvación alguna. La Iglesia Cuerpo místico, a la que pertenecen cuantos viven con la gracia de Cristo, no es un medio entre otros, sólo válido para los cristianos, sino la única tabla de salvación, la ofrecida por el madero de la cruz, el único arca de Noé que salva del diluvio universal.

 

 

 

II.- LAS FUENTES HISTÓRICAS DEL “EXTRA ECCLESIAM NULLA SALUS”.

 

 

Según le oí decir en su sermón, mi querido Padre, s. Agustín habría sido el que propuso ese aserto. Y es verdad que s. Agustín lo repitió, pero no fue el primero en proponerlo, pues él menciona expresamente de quién lo ha tomado, a saber, de s. Cipriano. En la disputa acerca de la necesidad de bautizar o no a los ya bautizados por los herejes cuando querían ser admitidos en la Iglesia, s. Cipriano junto con un buen número de obispos del norte de África sostenía (erróneamente) que el sacramento del bautismo administrado por los herejes no era válido, porque la falta de fe verdadera en quienes lo administraban invalidaba el sacramento. Y así en una carta dirigida al obispo Jubaiano, quien sostenía la validez del bautismo administrado por los herejes, s. Cipriano afirmaba que fuera de la Iglesia no hay salvación (“salus extra Ecclesiam non est”), por lo cual no podemos tener el bautismo en común con los herejes…con quienes no tenemos en común la Iglesia[48]. Como el problema había sido replanteado por Donato y sus partidarios en la época de s. Agustín, éste con un exquisito cuidado, y tras disculpar el error de s. Cipriano, que no había conocido las enseñanzas del sínodo I de Arlés (314) y del concilio I de Nicea (325)[49], no duda en aceptar el aserto, aunque no la conclusión de s. Cipriano[50].

 

S. Cipriano no remite de modo expreso a ningún otro uso precedente de dicho aserto, pero sugiere la razón en que se funda, a saber: que la Iglesia es la única que posee toda la potestad de su esposo y señor[51]. Se puede decir que el dogma es deducido por s. Cipriano a partir de la unidad de la Iglesia, a la que alude siete veces en su carta, repitiendo varias veces que la Iglesia es una y que a ella sola se le ha dado la gracia del (sacramento del) bautismo y el permiso para perdonar los pecados[52]. Si Cristo es el único salvador, y traspasó a su única Iglesia su poder redentor, fuera de su Iglesia no cabe la salvación.

 

Pero, como Vd. sabe, mi querido Padre, los cristianos no creemos en ese dogma porque lo adelantara s. Cipriano y s. Agustín lo hiciera suyo, sino (i) porque recoge el espíritu del mandato evangélico de ir a todo el mundo y predicar la buena nueva a toda criatura, de manera que los que crean y se bauticen se salvarán, pero los que no crean se condenarán[53], y (ii) porque lo recoge no según nuestra interpretación personal, no a nuestro gusto y opinión, sino según lo entiende la propia Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo, tal como lo muestra la amplísima tradición que lo respalda, y que lo ha llegado a proponer a nuestra fe en declaraciones y definiciones solemnes y universales.

 

La base del dogma radica, como s. Cipriano sugiere, en el artículo del credo que dice “creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica[54]. En latín «una» significa «una sola»: la Iglesia es una y única, no existen dos Iglesias fundadas por Cristo, sino que su unidad la hace única, máxime cuando, además, es católica o universal, de manera que no caben dos Iglesias «católicas». Un primer paso en el desarrollo expreso del dogma lo encontramos en el Símbolo “Quicumque”, que dice en su comienzo: Todo aquel que quiera salvarse ante todo es necesario que tenga la fe católica: quien si no la conservare íntegra e inviolada, sin duda perecerá por la eternidad[55]. Aunque no se menciona aquí el nombre de la Iglesia, no resulta dudoso que se refiere a la fe que profesa la Iglesia universal. Para salvarse es necesario ante todo –no únicamente, pero sí «ante todo»– tener y sostener firmemente la fe católica de la Iglesia, y guardarla de modo íntegro e inviolado, so pena de condenación eterna. Indirectamente se nos está diciendo, pues, que fuera de la catolicidad de la Iglesia no hay salvación. En el XVI Concilio Toledano (año 693) se afirma que todos los que de ningún modo están o estuvieron en la Iglesia, como Cuerpo cuya cabeza es Cristo, serán castigados con pena de condenación perpetua[56]. Y en el 1208 el papa Inocencio III imponía en la profesión de fe exigida a los Valdenses el confesar que la Iglesia es una, católica, apostólica, y que fuera de ella no se salva nadie[57], lo que fue corroborado en el Concilio Lateranense IV (año 1215)[58]. El Papa Bonifacio VIII en la BulaUnam sanctam” (año 1302) afirma que por exigencia de la fe estamos obligados a creer y sostener que existe una sola Iglesia, santa, católica y apostólica… fuera de la cual no se da la salvación ni la remisión de los pecados, y que representa el único Cuerpo místico, del cual es cabeza Cristo[59]. El Concilio ecuménico Florentino (1442-45) añadía a las palabras que ya cité en el referido escrito anterior[60] lo siguiente: (La sacrosanta Iglesia romana, fundada por la palabra de nuestro Salvador y Señor, cree firmemente) que nadie puede salvarse, por muchas limosnas que hiciere, incluso si derramara su sangre por el nombre de Cristo, a no ser que permaneciere en el gremio y unidad de la Iglesia Católica[61]. El Papa Pío IX (1846-1878) no sólo condenó la infundada esperanza de que puedan salvarse los que no viven en la verdadera Iglesia de Cristo[62], sino también el error, que se opone por completo a la doctrina católica, de los que creen que los que viven separados de la verdadera fe y unidad católica pueden alcanzar la vida eterna[63]. Sin embargo, aclaró que nadie se condena sin ser reo de culpa voluntaria, de manera que los que viven en ignorancia invencible acerca del cristianismo y que guardan la ley natural inscrita por Dios en el corazón de todo hombre, llevando una vida honesta y recta, pueden conseguir la vida eterna por la obra y el poder de la luz y de la gracia divinas[64]. Lo cual es propuesto por él como compatible con el dogma católico que afirma que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia católica[65].

 

En cuanto a la calificación o censura teológica de esta enseñanza, el propio magisterio de la Iglesia nos la indica claramente: “Entre aquellas cosas que la Iglesia siempre predicó y no dejará de predicar se contiene también aquel infalible dicho por el que se nos enseña que “fuera de la Iglesia no existe ninguna salvación[66]. Si la Iglesia predicó y predicará siempre este dogma, el cual es calificado, además, de infalible, entonces se trata de un dogma de fe católica; si, como hemos visto, está contenido al menos implícitamente en el «credo in unam, sanctam, catholicam Ecclesiam» o símbolo de la fe[67], además de en la misión final encargada por Cristo a los apóstoles, entonces es de fe divina; y si ha sido enseñado literal y solemnemente por concilios ecuménicos y documentos pontificios, será de fe definida. Considerado, pues, en conjunto es un dogma de fe divina y católica definida.

 

Estamos, por tanto, ante una verdad que es necesario confesar. Es bien conocida aquella regla a seguir en las controversias que, erróneamente también, se suele atribuir a s. Agustín: en las cosas necesarias unidad, en las dudosas libertad, en todas caridad[68]. No me habría tomado tanta molestia ni habría dedicado tantas horas a escribirle esta carta, si no fuera porque se trata de una doctrina en la que es necesaria la unidad, según lo prueban los textos citados.

 

La grandeza, pues, de s. Cipriano y s. Agustín radica en haber sido fieles al Espíritu Santo en punto tan esencial, habiendo sabido inducir el dogma mencionado del símbolo de la fe y del mandato evangelizador de Cristo, así como formularlo de manera concisa y pertinente. Para disipar prejuicios nacidos del desconocimiento, me voy a detener brevemente en la doctrina de s. Agustín al respecto, porque, si bien no fue el primero en proponerlo, lo desarrolló de modo teológicamente amplio y rico, y, por cierto, de modo muy distinto a como pudieran pensar algunos de los que le atribuyen la invención del dicho.

 

Ante todo, S. Agustín discierne netamente entre la Iglesia visible y la Iglesia invisible respecto del «extra Ecclesiam», he aquí algunos textos:

 

Fuera se hacen algunas cosas en nombre de Cristo, no contra la Iglesia; y dentro se hacen cosas contra la Iglesia por parte del diablo” (De baptismo contra Donatistas, IV, 8, 16, PL 43, 164).

 

Incluso muchos que están abiertamente fuera, y son llamados herejes, son mejores que otros muchos y buenos católicos. Pues qué son hoy lo vemos, pero qué serán mañana lo ignoramos” (Ibid. IV, 3, 4, PL 43, 156.).

 

Este último texto nos indica un importante asunto que escapa a nuestra mirada, pero no a la de Dios, a saber, el futuro, respecto del cual aclara el Santo:

 

Pues, en efecto, en la inefable presciencia de Dios, muchos que parecen fuera están dentro, y muchos que parecen dentro están fuera” (Ibid. V, 27, 38, PL 43, 196).

 

Por tanto, la Iglesia universal es más que la Iglesia visible, pues ella incluye a todos los creyentes por encima del espacio y del tiempo:

 

Si Él es la cabeza, nosotros somos los miembros: toda su Iglesia que está difundida por todas partes, de la que Él es cabeza. No solo los fieles que ahora existen, sino los que fueron antes que nosotros y los que habrán de ser después que nosotros hasta el fin del mundo, todos pertenecen a su cuerpo” (Enarratio in Ps. 62, 2, PL 36, 749).

 

A esta noción tan universal de Iglesia, que es la completa y verdadera, no a la que se mide por el mero alcance de nuestra información humana, sino por el de la divina, es a la que se apela en el «Extra Ecclesiam nulla salus». Téngase en cuenta, además, que, según S. Agustín, los hombres pueden estar fuera de la Iglesia, pero no los sacramentos, por esa razón el bautismo celebrado por los herejes, si cumple todos los requisitos de forma y materia[69], es un sacramento de la Iglesia[70], y no debe ser repetido.

 

Concretamente, respecto al bautismo de los herejes, y aludiendo al Arca de Noé como símbolo de la Iglesia, aclara s. Agustín:

 

Puede darse, pues, que incluso algunos bautizados fuera sean considerados por la presciencia divina, con mayor verdad, como bautizados dentro: porque allí empezó el agua a serles de provecho…y que, por el contrario, algunos que parecían bautizados dentro sean considerados por la presciencia de Dios, con mayor verdad, como bautizados fuera: usando, en efecto, mal del bautismo, morirán por el agua; lo que no ocurrió entonces a ninguno, sino al que estaba al margen del arca” (De baptismo contra Donatistas, V, 28, 39 PL 43, 196-197).

 

Si no fuera por el agua, ¿cómo estarían en el arca? Si no estuvieran en el arca, ¿cómo estarían en la Iglesia?, comenta el Santo. La misma unidad del arca, en la que nadie entra sino por el agua de bautismo, salva a los que usan bien del bautismo y condena a los que usan mal de él. Pues al igual que fuera del Arca de Noé no hubo salvación, así fuera de la Iglesia tampoco la hay.

 

En este sentido, s. Agustín llega a hacer la siguiente declaración: “Fuera de la Iglesia todo es posible menos la salvación[71]. El contexto inmediato dice que fuera de la Iglesia se puede tener honradez, se pueden tener sacramentos, se puede cantar aleluya y responder amén, se puede tener el evangelio, se puede hasta tener y predicar la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, pero jamás se podrá encontrar la salvación sino dentro de la Iglesia católica[72].

 

Para entender a fondo este texto es preciso, ante todo, tener en cuenta que el estar fuera o dentro de la Iglesia, cuando se habla de la salvación, ha de ser entendido en referencia no a la materialidad del cuerpo sino al amor del corazón[73]: todo el que está dentro con el corazón es salvado en la unidad del arca de la Iglesia por la misma agua por la que son ahogados como enemigos de la unidad todos los que con su corazón quedan fuera, estén o no corporalmente dentro de la Iglesia[74].

 

Pero, además, ha de tenerse en cuenta otro importante extremo, que se olvida, mi querido Padre y amigo, demasiadas veces: nosotros estamos en vías de salvación, pero todavía no estamos salvados, estamos –si en verdad es así– en gracia de Dios, pero todavía no hemos sido redimidos del todo. Lejos de mí sugerir que haya en los que están en gracia nada condenable[75], pero puede llegar a haberlo si perdieran la gracia o la disminuyeran, por eso todavía tienen que pedir diariamente a Dios que perdone sus deudas y los libre del mal. La Santa Madre Iglesia, entendiendo merced al Espíritu Santo la profundidad del mensaje de Cristo, interpreta que cuando nos dijo “el que perseverare hasta el final ése será salvado” (Mt 10, 22) se refería al don de la perseverancia final, don inmerecido por nosotros, pero merecido por Su muerte para quienes crean en Él y acepten su voluntad[76]. Ningún ser humano está, pues, enteramente salvado (ni condenado) antes de su muerte. Por eso no es ninguna simpleza, tal como pareció insinuar Vd. en la breve conversación que mantuvimos tras la misa, entender que el «extra Ecclesiam nulla salus» se cumple por entero sólo en el momento de la muerte[77]. Con la Santa Madre Iglesia creo que la gracia de Cristo favorece también a los herejes, cismáticos, judíos, paganos e incluso a los ateos, a los que Dios da muchos dones, y creo, asimismo, que los que cumplen positivamente la voluntad de Dios en cualquier momento y lugar de la historia están en gracia de Dios, no por sus méritos, sino por los de Cristo. Como nos dice el Espíritu Santo por medio de s. Juan: “Si sabéis que Él es justo, reconoced que todo el que obra la justicia ha nacido de Él” (1 Jn 2, 29). Pero una cosa es nacer y otra es morir. Nadie está salvado más que aquel que persevera hasta el final, de manera que la muerte es la puerta última por la que todo el que pasa con Cristo queda definitivamente salvado, y por donde pueden entrar en la Iglesia incluso los que no han hecho la voluntad de Dios antes de ese instante, así como los que no le han conocido a Él ni a la Iglesia, incluidos los infantes y los fetos no nacidos, porque como enseñó el Papa Pío IX nadie es condenado más que por su propia voluntad y contra la voluntad de Dios[78]. Si se busca un modo alternativo para los no cristianos ni católicos de ser salvados definitivamente –no digo sólo de hacer obras buenas, sino de ser salvados para siempre–, no parece que, siguiendo la tradición[79], quepa otro que el de morir con Cristo[80].

 

En resumidas cuentas, el dogma «Extra Ecclesiam nulla salus» ha de ser entendido conforme a como lo entiende la Santa Madre Iglesia, no según nuestras particulares opiniones. Y según la doctrina de la Iglesia, madurada a lo largo de los siglos, pero cimentada desde el principio en la enseñanza evangélica y apostólica, tal como se resume en el credo, ese dogma se refiere a la Iglesia universal, aquella que estará integrada por los creyentes de toda tribu, pueblo y nación, quienes sólo son conocidos ahora por Dios, y en contados casos (María Santísima y los santos canonizados) también por nosotros. Pero nadie puede formar parte de ella por iniciativa, mérito o conquista propia, sino por la gracia de Cristo salvador, creada por Él para nosotros en el árbol de la cruz. Precisamente por la ilimitada grandeza del escándalo de la cruz, o sea, de la victoria de Jesucristo sobre la muerte, la Iglesia universal no se reduce a la Iglesia visible, sino que incluye a todos cuantos crean en Él y le amen. Con todo, no es suficiente con creer y amar durante un tiempo, es preciso que el don de nuestro Señor sea aceptado de modo especial en el momento de la muerte, y justo entonces queda uno salvado para siempre. Igualmente, quienes no lo han conocido o no han creído en Él durante su vida pueden, si aceptan su gracia en el momento de la muerte, ser salvados por Él. Las gracias que recibimos los católicos en vida son verdaderos adelantos de la vida eterna en esta vida temporal, pero requieren la corona final de la muerte con Cristo. En cambio, fuera de la Iglesia católica, las gracias de Cristo recibidas son disposiciones para la conversión y la fe, y, en especial, las semillas de ésta dispersas por las religiones son sólo preparaciones que facilitan el recibir en vida, o al menos en el último instante, el anuncio del evangelio, porque el evangelio se anuncia también a los muertos[81]. Gracias al don de la muerte del Señor, aun habiendo diferencias entre los que se salven, la justicia de Dios reinará junto a su misericordia sobre la entera historia humana, pues nadie morirá sin haber recibido el anuncio del evangelio ni se condenará más que por su resistencia a la gracia divina que se le ofrece.

 

Como nuestra conversación tras la misa fue muy breve y algo tensa, quiero pedirle disculpas si en la exposición anterior hubiera interpretado mal su pensamiento o le hubiera atribuido opiniones que no son suyas, y desde luego quiero manifestarle que mi total desacuerdo con sus tesis y mi manera abrupta de decirlo no significan en absoluto un aminoramiento de mi estima por Vd. Más aún, quiero dejar constancia de mi profunda gratitud a su servicio como sacerdote, por cuyo medio recibo el sustento de mi espíritu y el germen de la vida eterna para mi cuerpo. Gracias por dedicar su vida a Cristo y a la Iglesia, siendo ministro de los sacramentos y de la palabra de Dios para nosotros. Con esta carta no deseo otra cosa sino que la comunión de vida que nos une en el Cuerpo de Cristo esté fundada, como sólo puede y debe ser, en la fe de la Iglesia Católica, nuestra Madre y Esposa de Cristo. Que Dios, como reza la oración colecta del día último del año (s. Silvestre), nos conceda la gracia de ser contados entre los miembros vivos del Cuerpo de Cristo, porque sólo en él radica la salvación del mundo. Un filial y agradecido abrazo

 

 

Málaga, 10 de enero de 2006



[1] Esta verdad forma parte del Credo Niceno-Constantinopolitano: que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió de los cielos” (Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum… [DS], Herder, 34ª ed., Barcelona, 1967, 125 y 150), o sea, forma parte de las verdades elementales del cristianismo. Por si a alguien no le parecen suficientemente claras esas palabras, puede comprobar que la Iglesia enseñó desde siempre que Cristo vino a salvar al género humano (DS 64 y 801), y fue crucificado por la salvación de todos (DS 901).

[2] Así como no existe ni ha existido ni existirá ningún hombre cuya naturaleza no fuera asumida en Él, así tampoco existe, ni ha existido ni existirá ningún hombre por el cual no haya padecido Cristo Jesús Señor nuestro; aunque no todos sean redimidos por el misterio de su pasión. Pero que no todos sean redimidos por el misterio de su pasión, no depende de la magnitud y abundancia del precio [pagado], sino que depende de la parte de los infieles y de los que no creen con aquella fe “que obra por el amor” [Gal 5, 6]; porque la pócima de la salvación humana, cuyos ingredientes son nuestra debilidad y el poder divino, tiene ciertamente en sí el aprovechar a todos: pero si no se bebe, no se sana” (Sínodo de Quiercy, año 853, DS 624).

[3] Trad. esp., B.A.C. Madrid, 2ª edición, 1966, 696. Cfr. Pio XII, Mystici Corporis: “pues la fe, sin la que ‘es imposible agradar a Dios’ [Heb 11,6] debe ser un libérrimo obsequio del entendimiento y de la voluntad” (DS 3822).

[4] Trad. esp., B.A.C., 588).

[5] Trad. esp., B.A.C., 697.

[6] Enarr. In Ps. 102, n. 7, PL 37, 1321.

[7] A la cuestión de si la sangre de Cristo fue derramada también por los impíos, el Sínodo Valentino (855), aprobado por Benedicto III (855-858), respondió que también por ellos se pagó el precio requerido para que pudieran creer y tener la vida eterna, de acuerdo con la verdad evangélica y apostólica (DS 630). Puesto que este Concilio fue reconciliado (en el Sínodo de Toul) con el de Quiercy, tales palabras deben entenderse en conexión con el texto de la nota 2: todos pueden salvarse, no hay predestinación al mal ni al infierno, sino que los que se condenan, por la falta de aquella fe que obra mediante la caridad se condenan. 

[8] DS 627: “Ni ha de creerse que la presciencia de Dios impusiera en absoluto a ningún malo la necesidad de que no pudiera ser otra cosa, sino que él había de ser por su propia voluntad lo que Dios, que lo sabe todo antes de que suceda, previó por su omnipotente e inconmutable majestad. 'Y no creemos que nadie sea condenado por juicio previo, sino por merecimiento de su propia iniquidad', 'ni que los mismos malos se perdieron porque no pudieron ser buenos, sino porque no quisieron ser buenos y por su culpa permanecieron en la masa de condenación por la culpa original o también por la actual””.

[9] Concilio Tridentino: “Pero aunque Él “murió por todos” [2 Cor 5, 15], no todos, sin embargo, reciben el beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a los que les es comunicado el mérito de su pasión” (DS 1523). Lo cual debe ser entendido no como una impotencia del salvador, sino como una restricción nacida de la libertad del hombre.

[10] Pio XII, Mystici Corporis: “…pues nadie cree sino queriendo. Por lo cual si algunos no creyentes fueran obligados realmente a entrar en el edificio de la Iglesia…sin duda alguna ésos no llegan a ser verdaderos fieles cristianos (DS 3822).

[11] Trad, esp., B.A.C., 728-729.

[12] Porque el ateísmo, considerado en su integridad, no es algo originario, sino que más bien se origina de varias causas, entre las que se cuentan también la reacción crítica contra las religiones…”  (Gaudium et spes, n.19, trad. esp., B.A.C., 233).

[13] Ibid. n.21

[14] Trad. Esp., B.A.C., 36.

[15] Mt 10, 24-25.

[16] Rom 9, 32-33.

[17] Mt 10, 34-35.

[18] Jn 13, 16; 15, 20: “no es el siervo mayor que su señor, si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán”.

[19] Mt 23, 1 ss.

[20] 1 Jn 1, 10.

[21] Trad. esp., B.A.C, 702-703.

[22] La coacción puede, y a veces debe, ser usada, pero nunca sobre la conciencia; tan solo deberá ser usada, con la debida prudencia, para impedir la ejecución práctica del mal, sobre todo cuando lleva consigo grave daño propio (v.gr.: suicidio, mutilación, drogadicción, etc.) o de otros (v.gr.: aborto, eutanasia, violaciones, pederastia, etc.). Sin embargo, salvo excepciones (Jn 2, 14-17), no toca a la Iglesia ejercerla, sino al justo poder del César o brazo secular.

[23] Mt 12, 3-9, 18-23, 24-30, 31-32. Cfr. Vaticano II, Ad gentes n. 22.

[24] Ad Gentes n. 11, trad. esp., B.A.C., 584: “(Para que los mismos fieles puedan dar fructuosamente este testimonio de Cristo) familiarícense con sus tradiciones nacionales y religiosas; descubran con gozo y respeto las semillas de la Palabra que en ellas se contienen”. Ibid. n. 18, trad. esp., B.A.C., 598: “Consideren (los Institutos religiosos, que trabajan en la implantación de la Iglesia) atentamente el modo de incorporar a la vida religiosa cristiana las tradiciones ascéticas y contemplativas, cuya semilla había esparcido Dios con frecuencia en las antiguas culturas antes de la proclamación del Evangelio”.

[25] Trad. esp. B.A.C., 568.

[26] Los hombres de buena voluntad que quieren hacer la voluntad de Dios se ordenan sin saberlo por su deseo y voto al Cuerpo místico (Pío XII, Mystici corporis, DS 3821), porque para hacer la voluntad de Dios y salvarse es necesario pertenecer a la Iglesia.

[27] Cfr. El cristianismo y las religiones, Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión teológica internacional (1996), n.43 y 85.

[28] DS 1602.

[29] DS 1348.

[30] Ni tampoco debe pensarse que cualquier voluntad implícita de ingresar en la Iglesia sea suficiente para salvarse. Se requiere que el voto con el que se ordene uno a la Iglesia esté informado por una caridad perfecta y por una fe sobrenatural, para que surta el efecto implícitamente deseado (DS 3872).

[31] Trad. esp., Asociación de editores del Catecismo, Madrid, 1992, p. 436-437.

[32] Trad. esp., B.A.C. 590.

[33] Trad. esp. Políglota Vaticana, PPC, Madrid, 11ª edición, 1984, 78.

[34] Que no sea verdad lo enseña el magisterio eclesiástico, cfr. DS 3872: “Con cuyas palabras previsoras … reprueba a aquellos ….que afirman falsamente que los hombres pueden salvarse igualmente en toda religión”.

[35] Recordemos la contundencia de los razonamientos de s. Pablo contra los que creen que la justicia de la Ley los salva (Rom 3, 19-31; Gal 2, 16-21, etc.). Y si la Ley dada por Dios no salva sin la gracia de Cristo, ¿cómo podrían salvar las religiones desarrolladas por los hombres?

[36] Condenado expresamente por León XII (DS 2720), Gregorio XVI (DS 2730-2732) y Pío IX, (DS 2865-2867).

[37] Quienes sin la Ley pecaron, también sin la Ley perecerán” (Rom 2, 12).

[38] “…proponer a la conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo…lejos de ser un atentado contra la libertad religiosa es un homenaje a esa libertad” (Evangelii nuntiandi, 80, trad. esp., 78).

[39] Trad. esp., B.A.C., 32.

[40] Trad. esp., B.A.C., 32.

[41] Cfr. Lumen gentium, n. 16: “Aquellos, finalmente, que no recibieron todavía el Evangelio, se ordenan en diversas medidas al Pueblo de Dios”.

[42] Trad. esp., B.A.C., 93. La expresión «sacramento universal» no parece aludir sólo a que por la Iglesia Cristo distribuye todos los sacramentos, como indico más abajo en cita, sino a que ella misma es la plenitud y el complemento del redentor de todos los hombres (Mystici Corporis, DS (3813).

[43] Trad. esp., B.A.C., 54.

[44] Trad. esp., Ediciones Palabra, Madrid, 1991, 86.

[45]Pues por la que llaman misión de derecho, por la que el divino redentor envió a los apóstoles al mundo como Él había sido enviado por el Padre [cf. Io 17, 18; 20, 21], Él es quien mediante la Iglesia bautiza, enseña, dirige, desata, ata, ofrece, sacrifica” (Mystici Corporis, DS 3806).

[46] Gen 28, 12.

[47] Cfr. Lumen gentium, nn. 1 y 2.

[48] Ep. 73, 21, PL 3, 1123.

[49] DS 123, 127 y128.

[50] “’Salus, inquit, extra Ecclesam non est’. Quis negat? ...potest igitur nobis et haereticis Baptisma esse commune” (De Baptismo ad Donatistas, IV, 17, n.24, PL 43, 170).

[51]Esta es la única que tiene y posee toda la potestad de su esposo y Señor” (“Haec est una quae tenet et possidet omnem sponsi sui et domini potestatem”, Ep. 73, 11, PL 3, 1116)

[52] “…en la Iglesia, que es una, y a la única que le está permitido dar la gracia del bautismo y perdonar los pecados”… “bautismo que no ha sido dado sino a la una y sola Iglesia” (in Ecclesia, quae una est, et cui soli gratiam Baptismi dare et peccata solvere permissum est”….”Baptisma, quod non nisi uni et soli Ecclesiae datum sit) (Ibid., PL 3, 1115); “¿Por qué contamos en nuestro haber a la adultera y extranjera y enemiga de la unidad divina, nosotros los que no reconocemos sino a un solo Cristo y a una sola Iglesia suya? (Quid adulteram et alienigenam et divinae unitatis inimicam in acceptum referimus, qui non nisi unum Christum et unam ejus Ecclesiam novimus?) (Ibid. 1115-1116);¿Adónde habrá de llegarse quien tenga sed, acaso a los herejes, allí donde de ningún modo está la fuente y el río de agua vital, o a la Iglesia, que es la única que está fundada por la palabra del Señor sobre el único que recibió también sus llaves? (Quo venturus est qui sitit, utrumne ad haereticos, ubi fons et fluvius aquae vitalis omnino non est, an ad Ecclesiam, quae una est super unum, qui et claves ejus accepit, Domini voce fundata est?) (Ibid. 1116); “Y nadie diga: lo que recibimos de los Apóstoles eso seguimos, siendo así que los Apóstoles no nos transmitieron sino una sola Iglesia y un solo bautismo, que no esté establecido sino en esa misma IglesiaNec quisquam dicat, quod accepimus ab Apostolis hoc sequimur, quando Apostoli non nisi unam Ecclesiam tradiderunt et Baptisma unum, quod non nisi in eadem Ecclesia sit constitutum” (Ibid. 1117-1118).

[53] Mc 16, 15-16; Mt 28, 19-20; Lc 24, 47. Cfr. DS 3867: “Y en primer lugar la Iglesia enseña, ciertamente, que en esta materia se trata de un severísimo precepto de Jesucristo. Pues él expresamente impuso a sus discípulos que enseñaran a todos los pueblos a guardar todo lo que Él les había mandado. Entre los mandatos de Cristo no ocupa el lugar menor aquel por el que se nos ordena incorporarnos por el bautismo al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia… Por lo cual no se salvará nadie que, sabiendo que la Iglesia ha sido divinamente instituida por Cristo, rechace sin embargo someterse a la Iglesia…”.

[54] Cfr. DS 1, 2, 3, 4, 5, 12, 41, 42, 44.

[55]Quicumque vult salvus esse, ante omnia opus est, ut teneat catholicam fidem: quam nisi quisque integram inviolatamque servaverit, absque dubio in aeternum peribit” (DS 75). Cfr. DS 76 final.

[56] DS 575: “omnes, qui nunc in ea minime consistunt sive constiterint…perpetuae damnationis sententia ulciscentur”.

[57] DS 792.

[58] Una sola, empero, es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual absolutamente nadie se salva” (DS 802).

[59] DS 870.

[60] “(La sacrosanta Iglesia Romana) Firmemente cree, confiesa y predica que ‘ninguno de los que están fuera de la Iglesia católica (o de los que no están dentro de la Iglesia católica), no sólo sean paganos, sino Judíos, o herejes y cismáticos, puede ser partícipe de la vida eterna; sino que han de ir al fuego eterno «que está preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25, 41), a no ser que fueren agregados a ella antes del final de la vida’” (DS 1351, el entrecomillado recoge palabras de la obra de s. Fulgencio de Ruspe “De fide ad Petrum”, c. 38, n.79, PL 65, 704). La declaración es, como se ve, solemne.

[61] DS 1351, que toma palabras de s. Fulgencio de Ruspe, en De fide ad Petrum, c.39, n.80 (PL 65, 704).

[62] DS 2917.

[63] DS 2865.

[64] DS 2866.

[65] DS 2867.

[66] Carta del Santo Oficio al arzobispo de Boston (8/8/1949), aprobada expresamente por Pío XII (DS 3866).

[67] Aparte de los documentos antes citados en los que se ponen juntos el artículo de fe y la imposibilidad de salvarse fuera de la Iglesia, para ilustrar  la vinculación entre la unidad de la Iglesia y la necesidad de pertenecer a ella mencionaré que el Papa León XIII, hablando de la edificación de la Iglesia por Cristo (Mt 16, 18), dice que la Iglesia es única y perpetua, y que tiene la obligación de difundir y propagar la salvación adquirida por Él a todos los hombres y a todos los tiempos, de manera que quien se aparta de ella se aparta de la voluntad y del mandato de Cristo, encaminándose a su perdición (Encíclica Unitas Ecclesiae, Cfr. DS 3303).

[68] «In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus charitas servetur». Esta regla es, en realidad, una indicación de los editores de la Patrología Latina (PL 220, 607) (Patrologia Latina. Indices Speciales, Series decima septima. Editores: CLV Index de virtutibus., II.---De virtutibus theologicis. De tertio fidei fundamento quod est auctoritas conciliorum et sanctorum Patrum in rebus fidei). S. Agustín sólo dijo al respecto: “Pues lo que no se muestra convincentemente que va ni contra la fe ni contra las buenas costumbres, ha de ser tomado indiferentemente, y mantenido por razón de convivencia con aquellos que nos rodean” (Ep. 54, 2, 2, PL 33, 200). En el Biographisch-Bibliographische Kirchenlexikon, Verlag Traugott Bautz, vol 5, 1993, col. 1202-1209, www.bautz.de/bbkl, Theodor Mahlmann bajo la voz Meldenius Rupertus (1582-1651) recoge y comenta históricamente la frase: »Verbo dicam: Si nos servaremus in necessariis Unitatem, in non necessariis Libertatem, in utrisque Charitatem, optimo certe loco essent res nostrae», que pudo dar, quizás, origen al famoso dicho.

[69] A lo que ha de añadirse la intención de hacer lo que la Iglesia hace, por parte del ministro, de la cual es suficiente señal la fiel administración de la materia y de la forma del sacramento (DS 1315).

[70] Puesto que solo existe una Iglesia de Cristo, los sacramentos correctamente administrados por los herejes son sacramentos de la única Iglesia (universal), aunque hayan sido administrados visiblemente fuera de la Iglesia temporal fundada por Cristo. Por esa razón la Iglesia visible ha de ser entendida como una parte de la Iglesia invisible o universal, no como toda la Iglesia universal, si bien es la única parte que está perfecta y plenamente unida en el tiempo a la Iglesia universal, y por eso puede admitir como suyo incluso lo (bien) hecho por los herejes.

[71]Extra Ecclesiam catholicam totum potest praeter salutem”.

[72] Sermo ad Cesariensis Ecclesiae plebem, n. 6, PL 43, 695.

[73] De Baptismo contra Donatistas, V, 28, 39, PL 43, 197.

[74] Como recoge el Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 14, y citando (en nota) el último pasaje de s. Agustín recién aludido por mí, no se salva el que no persevera en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia.

[75] Rom 8, 1.

[76] DS 1572; cfr. 1541 y 1566

[77] Eso es lo que he propuesto, con total sumisión a la autoridad eclesiástica, en mi libro El abandono final. Mi propuesta no se separa del fondo de la doctrina de la Iglesia, que enseña como modo público de entrada el bautismo. Ahora bien, el bautismo no es más que una participación donal en la muerte y resurrección de Cristo, que nos confiere la gracia santificante, el perdón de los pecados y la entrada en la Iglesia. Además, sabemos que la muerte de cada cristiano lleva a término esa participación, iniciada en el bautismo, mediante el don de la perseverancia final, que puede ser aceptado o no. La muerte física no está separada, por tanto, de la gracia ganada para nosotros por la muerte de Cristo. Lo que yo propongo es que, precisamente porque Cristo venció a la muerte y ha muerto por todos, la muerte de todo hombre puede ser una participación en la muerte y resurrección de Cristo, si en ese último instante (convertido por Él en tiempo oportuno) el que muere cree en Él y acepta Su don de morir con Él. En ese caso, como sugiere el episodio del buen ladrón, la muerte hace lo que significa el bautismo y lo lleva a su perfección (por el lado del creyente), incorporándolo, si no lo estaba, al Cuerpo místico.

[78] DS 2866.

[79] Desde antiguo se admitió que el bautismo de sangre y el bautismo de deseo (o flaminis) suplían la falta del bautismo ritual (DS 121, 741, 1524). Pero ambos bautismos son salvíficos sólo en caso de muerte, y por ello están también vinculados con la muerte de Cristo, quien al morir venció a la muerte y la convirtió en fuente de vida eterna. Si se muere con Cristo, se participa en su muerte y resurrección, que es justamente lo que adelanta la gracia del bautismo (Rom 6, 3-8).

[80] Con esto no pretendo reducir todos los medios extraordinarios de Dios para salvar a los hombres a la sola muerte con Cristo, sino indicar que todos ellos se encaminan a la muerte con Cristo, como don último ofrecido a la libre aceptación del hombre.

[81] 1 Pe 4, 6.