LA PRESENCIA DEL ACONTECIMIENTO CRISTO

 

Por Jorge Salinas Alonso

 

Presencia viene de prae esentia que, a su vez, es una flexión de prae esse, estar delante, estar enfrente (lo que traducido literalmente al alemán es gegen wart). La misma noción de presencia dice relación de algo respecto a un sujeto distinto. Cuando se dice que Dios está en toda criatura per essentiam, praesentiam et potentiam lo decimos porque Dios mantiene en el ser a la criatura (per essentiam), lo hace obrar (per potentiam) y porque “todo está patente y como desnudo a su mirada” (per praesentiam). En este caso, no es Dios sujeto de ninguna relación (no tendría sentido una relación de Dios con respecto a las criaturas).No se trata aquí de una presencia de Dios a la criatura, sino, por el contrario, una presencia de la criatura ante Dios. Decimos que Dios está en las criaturas per praesentiam porque las criaturas están ante Él de un modo patente. La Escritura está llena de expresiones acerca de esa presencia desnuda de la criatura ante el Creador.

Me parece que se puede reformular, de un modo más acorde con lo anteriormente expuesto, algunas tesis como la siguiente: El Espíritu Santo hace presente en el hodie de la Liturgia el Misterio de Cristo celebrado en la Iglesia, como si nos fuera “traído” al aquí y ahora de la celebración litúrgica lo que “semel” aconteció en el tiempo y participa de la eternidad por tratarse de acta et passa Christi ; es más propio, decir, en cambio, que nosotros “somos llevados” en el Espíritu a la Liturgia celestial de Cristo. Me parece más propio decir: El Espíritu Santo nos hace contemporáneos y presentes al Misterio de Cristo cuando lo celebramos en la Iglesia.

Esta idea la recoge Jean Corbon: “La segunda sinergia del Espíritu y de la Iglesia consistirá justo en que la Pascua de Jesús se hace la nuestra. La Liturgia de la Palabra tendía a este Memorial. No para reavivar el recuerdo, como si la Hora de Jesús fuese algo del pasado: ella es el tiempo nuevo que provoca la Anáfora. Ni para repetirla: somos nosotros quienes nos hacemos presentes a Cristo crucificado y resucitado. Sino para llevar a cumplimiento en nosotros, miembros de su Cuerpo, lo que él ha vivido de una vez por todas” [i]. Es más conforme con la fe decir que el Espíritu nos traslada desde este mundo de espacio y tiempo a una situación de contemporaneidad con el Cristo celeste. Así lo vemos, por ejemplo, en la celebración eucarística de la fiesta de la Presentación de la Bienaventurada Virgen María, en el rito mozárabe, cuando el sacerdote recita desde la sede una oración con carácter de monición: “Levantemos, hermanos, nuestra mirada hacia lo alto para contemplar la gloria del Salvador; vamos a ver cómo Dios se escoge una Virgen para que le conciba. Colma de gracia a la Madre, que le dará a luz”[ii] También me parece que éste es el sentido de lo dicho en la Const. Sacrosanctum Concilium, n. 8: En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y nosotros nos manifestamos también gloriosos con El.

EL ACONTECIMIENTO Y LA PERSONA

En el Catecismo de la Iglesia Católica hay una frase que quiero destacar. En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su hora, vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas” (Rm 6, 10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida.[iii]

Para resaltar la unicidad del Acontecimiento Cristo, que no pasa, se acentúa la fugacidad de los demás acontecimientos: todos los acontecimientos suceden una vez, y luego pasan, y son absorbidos por el pasado. La experiencia humana cuenta con un resorte limitado que es la memoria. A través de la memoria conectamos con momentos de nuestro pasado y al evocarlos establecemos una cierta contemporaneidad con acontecimientos personales pasados. Incluso podemos recordar momentos vividos por otras personas evocando lo que ellas recordamos, lo que esas personas nos relataron. Tenemos, por ejemplo, la memoria de personas que ya han fallecido. Incluso podemos guardar, por un tiempo, la memoria de niños que, ahora adultos, se olvidaron de su infancia: pensemos, por ejemplo, en el back up o registro que una madre guarda en su memoria y en su corazón con un detalle asombroso de cada uno de sus hijos. Todo ello es de suma importancia en la vida de cualquier adulto, pero todos hemos de aceptar la finitud y fragilidad de esa memoria propia y ajena. El paso de los años pasa su factura implacable en forma de lagunas, de confusión de planos, de corrupción de archivos. La vejez normal va acompañada de estos serios deterioros de la memoria humana, preludios de la muerte más o menos cercana. Además debemos añadir que evocar el pasado no significa recrearlo, hacerlo de nuevo real, porque eso es imposible para el hombre. Pero la cuestión que quiero plantear ahora se da en un plano distinto. La memoria humana es limitada, frágil y destinada a su destrucción, pero ¿qué ocurre con la “memoria de Dios”? Cuando trasladamos hacia Dios , en un sentido análogo, nuestro esquema del ser viviente espiritual hablamos de la inteligencia y de la voluntad divinas. Sin embargo, negamos que Dios tenga memoria porque para Dios todo está presente. La Escritura Sagrada está llena de referencias a esa patencia a los ojos de Dios de los pensamientos y las resoluciones más recónditas de sus criaturas. porque “todo está desnudo y patente a sus ojos”[iv], incluso lo que la acción libre de las criaturas producirá.[v] Cuando Jesús replica a los saduceos Yo soy el Dios de Abrahán y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Ahora bien, no es Dios de muertos sino de vivos. (Mt 22, 32), está indicando un modo de vivir en Dios propio de los justos de la Antigua Alianza, modo que cambió en cuanto el alma de Cristo descendió a los infiernos porque la visión beatífica que se daba plenamente en el alma de Cristo iluminó a los justos que yacían en una especie de letargo en espera de la Redención. Con este paso, los justos comenzaron a vivir en Dios y en Cristo; quizá, mejor dicho, comenzaron a vivir en Dios a través de la Humanidad Santísima de Cristo.

La mediación universal y permanente de Cristo, Dios y hombre, muerto y resucitado, es un punto de partida de extraordinarias implicaciones en el discurso teológico y en la piedad cristiana. Jesús, primogénito de toda criatura, primogénito entre muchos hermanos, es mucho más que el primero de una serie de criaturas re-creadas ; es , en realidad, el fundamento de un universo renovado. Todo fue creado en vistas a Cristo y todo se sustenta en Cristo.

Saltándome muchos pasos intermedios, consideremos ahora cómo subsiste la Humanidad de Cristo, su cuerpo y su alma, en la Persona del Verbo. El Catecismo de la Iglesia Católica hace un aporte de gran interés: todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. [vi]. Todo lo que Jesús “hizo y padeció” participa de la eternidad divina. Esta afirmación requiere más atención. La existencia humana de Jesús se desplegó en el tiempo, en una secuencia de momentos distintos, desde la primera infancia hasta su agonía en la Cruz. En nuestra condición humana y caduca todos los momentos del pasado se desvanecen y sólo se vive el momento presente, pero en el caso de Cristo es distinto por razón de la Persona. En frase oída a Antonio Aranda en una conferencia, “Cristo en su Ascensión al Cielo llevó consigo toda su historia”. No podemos imaginarlo, pero es necesario aceptar que el Niño Jesús, cuya imagen besan con piedad los fieles en Navidad, es una realidad celeste, como lo es el Cristo de la agonía en cuyas llagas buscan refugio los atribulados, como lo es el Rey de la Gloria. ¿Cómo pueden estar entre sí conexionados en una unidad personal una multitud de momentos distintos y simultáneos? Ya hemos mencionado la cohesión que otorga el Verbo Eterno, la Persona divina del Hijo, a toda la naturaleza humana de Cristo realizada en una multitud de actos y padecimientos. También el Espíritu Santo, uno e idéntico numéricamente, está en cada momento histórico de la Humanidad Santísima de Cristo.

Si un Santo Padre dijo que “el Espíritu es el lugar de los santos”[vii], con cuánta más razón se puede decir que el Espíritu es el lugar en el que se da toda la vida de un santo;  es decir, es el lugar en el cual se despliega toda la vida de un solo santo. En el caso de Cristo humano la secuencia de momentos vividos está unificada en el Verbo y en el Espíritu en el seno del Padre y esa unidad inefable “participa de la eternidad divina” [viii]. Este presente permanente de todo lo pasado está recogido, por ejemplo, en Rm 8, 34: ¿Quién condenará? ¿Cristo Jesús, el que murió, más aún, el que fue resucitado, el que asimismo está a la derecha de Dios, el que incluso intercede por nosotros? . En 1 Jn 2, 1: Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos un abogado ante el Padre: Jesucristo, el justo. Quizá el testimonio más impresionante es Hbr 7, 25: Por esto puede también salvar perfectamente a los que se acercan a Dios a través de Él, ya que vive siempre para interceder por nosotros. El tiempo humano transcurre aquí en la tierra y esa presencia del Misterio de Cristo es inadvertida por la mayoría de los hombres; en todo caso, se habla de acontecimientos controvertidos que ocurrieron hace unos dos mil años y que ha dejado una profunda huella cultural en la humanidad. Sin embargo, las palabras del CCE son rotundas: domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente.

¿Qué quiere decir que el Misterio de Cristo (expresión preferida por Pablo) está presente y operante en todas las épocas, también en ésta nuestra? Presente, ¿a quién?, ¿en dónde?, ¿cómo?. Me parece muy eficaz el recurso al lenguaje personalista que capta las nociones, por ejemplo, de presencia de una persona a otra, presencia de una persona en otra, reciprocidad, alteridad personal.

En el prólogo del evangelio de Juan se dice ho logos en pros ton theon[ix] . La traducción más aceptada sería: el Logos estaba da cara a Dios (Padre). Es la postura en lo humano del pequeño que es llevado por su madre en brazos dándose la cara. El Hijo Eterno en el seno de la Trinidad se da en una entrega filial y amorosa al Padre, de Quien lo recibe todo y a Quien se devuelve entero. La Encarnación del Verbo es una misión de parte del Padre a la criatura, precedida, acompañada y seguida de la misión del Espíritu (misión doble y conjunta). La Trinidad quiere a las criaturas, incluso después del pecado, con un amor que se llama misericordia. Al asumir nuestra naturaleza humana el Verbo se hace hombre, es Jesús. Y Jesús vive siempre con la atención puesta en el Padre y en la misión que el Padre le ha confiado: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. [x]. La misión de Cristo tiene un cumplimiento en forma de retorno al Padre llevando consigo a su propia humanidad glorificada y consigo a los suyos, y con los suyos la creación entera: Ahora, Padre, glorifícame Tú a tu lado con la gloria que tuve junto a Ti antes de que el mundo existiera [xi]. El inicio de ese retorno al Padre llevándonos consigo es la expiración: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu [xii].

Al mismo tiempo, la atención de Cristo en la gloria está puesta en los hombres, en su conjunto y en cada persona singular, abarcando el pasado, el presente y el futuro. Se da una presencia de cada uno y de cada uno de sus actos a la atención de Quien recapitula en sí todas las cosas. A Pablo, camino de Damasco, le pregunta: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? [xiii]. La simultaneidad con que son percibidas por Cristo las personas y la coordinación de sus acciones rompe la rigidez del espacio y del tiempo nuestros: Mientras Pedro cavilaba qué podría significar la visión que había tenido, los hombres enviados por Cornelio, tras haber buscado la casa de Simón, se presentaron en el porche.[xiv]  Antes, un ángel había hecho saber a Cornelio: Envía ahora, pues, unos hombres a Joppe y haz venir a un tal Simón, de sobrenombre Pedro,  que se hospeda en casa de otro Simón, curtidor, que vive junto al mar. [xv]. Especialmente rico en detalles es el modo en que Cristo dispone el bautismo de Pablo. Había en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor habló en una visión: ¡Ananías! El respondió: Aquí estoy, Señor. El Señor le dijo: Levántate y ve a la calle llamada Recta, y busca en casa de Judas a uno de Tarso llamado Saulo, que está orando y vio Saulo en una visión que un hombre llamado Ananías entraba y le imponía las manos, para que recobrase la vista [xvi].

En todos estos ejemplos no estoy considerando la ciencia de visión propia de Dios compartida simultáneamente por las Tres Personas, sino a la ciencia beatífica que tiene Cristo glorioso en su naturaleza humana como Cabeza de la humanidad (y de la creación entera, finalizada en el hombre y, a través del hombre, en Cristo). Hay una mirada de Nuestro Redentor al corazón humano, penetrante, misericordiosa, a la que nadie escapa. Nos sorprenderemos como los personajes del Evangelio cuando Jesús en su Parusía, al juzgarnos, nos diga: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme. [xvii]. El Señor ha visto todas nuestras acciones y omisiones ante las necesidades de nuestro prójimo, juzgándolas según esa presencia suya en las criaturas: conmigo lo hicisteis, conmigo dejasteis de hacerlo.

Si el Padre le otorga a Cristo el poder de juzgar sobre vivos y muertos es porque tiene esa capacidad de registro universal en la base de su condición humana glorificada. Cristo es el centro del Cosmos y de la Historia [xviii] en su condición de hombre. Jesús nos ve en nuestra singularidad y en nuestra ordenación a los demás y, a través de nosotros, actúa en otras personas, mediante el Espíritu Santo, inseparable colaborador suyo (Spiritu Sancto cooperante). Cabe destacar una especial presencia actuante de Cristo en los ungidos por el orden sacerdotal, de un modo eminente en quienes constituidos en la plenitud del sacerdocio rigen en nombre de Cristo Cabeza a las Iglesias, en los actos propios de su ministerio. Pablo, en varios momentos, recoge de forma sintética la centralidad de Cristo en un proceso que abarca diacrónicamente toda la creación, toda la humanidad, en el seno de la Iglesia. El es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia; él es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que él sea el primero en todo, pues [el Padre] tuvo a bien que en él habitase toda la plenitud,  y por él reconciliar todos los seres consigo, restableciendo la paz, por medio de su sangre derramada en la Cruz, tanto en las criaturas de la tierra como en las celestiales.[xix].

Somos conocidos por Cristo en todos nuestros momentos. Con la fe de Pedro podemos dirigirnos a Jesús y decirle: Señor, Tú lo sabes todo.[xx]. Esta certeza está en la base de toda nuestra oración a Jesús , oración directa a la que el mismo Señor nos invita en Jn 14, 14: Si me pidiereis algo en mi nombre, yo lo haré. En el Catecismo de Iglesia Católica hay varios puntos dedicados a la oración a Jesús: Decir “Jesús” es invocarlo desde nuestro propio corazón. Su Nombre es el único que contiene la presencia que significa. Jesús es el resucitado, y cualquiera que invoque su Nombre acoge al Hijo de Dios que le amó y se entregó por él. [xxi]. En realidad cada vez que invocamos a Jesús hemos sido movidos antes por el Espíritu y, en ese dirigirnos a Jesús se da un punto de reciprocidad por nuestra parte a su permanente atención a nuestra persona. Digo un punto de reciprocidad porque no somos capaces de alcanzar una reciprocidad plena en el sentido de que no llegamos a conocer a Cristo   tanto cuanto Él nos conoce. Esa relación íntima entre Cristo y cada uno de los hombres supone una preparación previa por el Espíritu Santo, de tal forma que se establece una “mutua interioridad”  más aptamente llamada comunión con Cristo en el Espíritu. Por supuesto que estar con Cristo o en Cristo  incluye necesariamente estar con el Padre o en el Padre. Jesús lo explicó de un modo sencillo: Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis.  En aquel día conoceréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. [xxii].

La presencia entre Cristo y  el cristiano es recíproca, aunque no simétrica. Una simetría correlativa perfecta sólo se da entre las Personas divinas: como Tú Padre en Mí y Yo en Ti [xxiii]; sólo entre Personas divinas se da el darse recíproco en su plenitud, la acogida recíproca en su plenitud. En nuestro caso somos excedidos por la donación que  la Trinidad nos hace de Sí.  No podemos dar a Dios más que lo que él mismo nos da y, aunque nos demos del todo, siempre tendremos la certeza de ser siervos pobres e inútiles[xxiv]. Aceptada la asimetría en la reciprocidad, se pueden vislumbrar unas posibilidades de “contemporaneidad”  que se reflejan en los escritos de los santos y en el mismo texto del Catecismo de La Iglesia Católica.  Nos basta considerar este punto del Catecismo:

Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en El y que El lo viva en nosotros. “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre”. Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con El; nos hace comulgar, en cuanto miembros de su Cuerpo, en lo que El vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro:

Debemos continuar y cumplir en nosotros los estados y Misterios de Jesús, y pedirle con frecuencia que los realice y lleve a plenitud en nosotros y en toda su Iglesia... Porque el Hijo de Dios tiene el designio de hacer participar y de extender y continuar sus Misterios en nosotros y en toda su Iglesia por las gracias que El quiere comunicarnos y por los efectos que quiere obrar en nosotros gracias a estos Misterios. Y por este medio quiere cumplirlos en nosotros. [San Juan Eudes] [xxv]

 

La vida en Cristo modifica profundamente la perspectiva simplemente humana de nuestra biografía.   Recordemos una frase leída en el CCE : todos los acontecimientos suceden una vez, y luego pasan, y son absorbidos por el pasado[xxvi] . Si no hubiera Cristo, sin  la Presencia del Misterio de Cristo, esa afirmación sería rigurosamente verdadera. Pero con Cristo todo cambia. Dios nos ofrece la posibilidad de inscribir nuestra temporalidad fugaz en el Misterio de Cristo, la posibilidad siempre de nuevo brindada de inscribir nuestros momentos vitales, a veces inconexos o contradictorios, en el soporte estable de Cristo que permanece. Debemos continuar y cumplir en nosotros los estados y Misterios de Jesús.  El mismo Jesús no invita a ello: venid en pos de Mí. El mismo Jesús  hace que podamos. Todos los momentos de nuestra vida pueden ser vividos como momentos de la vida de Jesús. Momentos que vivamos en Él y momentos que Él viva en nosotros.  Al llegar a este punto surge, sin embargo, la objeción más evidente. ¿cómo pueden ser momentos de Cristo mis momentos de  pecado? ¿cómo pueden ser de Cristo mis mentiras, mis cobardías y omisiones, mis movimientos consentidos de soberbia, de ira, de sensualidad loca?

La respuesta es clara: vivir en Cristo, que es correlativo a vivir en el Espíritu o según el Espíritu, es incompatible con vivir según la carne. Simultáneamente no se puede pecar a sabiendas e insertar en Cristo ese momento. Simultáneamente no se puede, pero el momento del arrepentimiento y del dolor por el pecado sí que cabe colocarlo en el corazón llagado de Cristo, en sus espaldas laceradas, en  su agonía del Calvario. Y Jesús vive actualmente su Pasión cargando con los pecados de los arrepentidos, llora con las lágrimas de cualquier Magdalena o de cualquier Pedro compungido.

Estas consideraciones abren unas perspectivas inimaginables a la finitud humana.

Mi pasado es pasado, pero todo lo que he vivido en Cristo permanece en Él y lo que he vivido al margen o contra de Cristo ha sido borrado no por el tiempo sino por el perdón divino y por el don de la penitencia, e incorporado de nuevo, purificado, con gratitud y humildad. Este sentido del pasado, me parece, está maravillosamente expresado en las Confesiones de San Agustín; nada es ocultado, todo es memoria de Dios porque todo es memoria purificada. Así es también la memoria de los santos en la vida de la Iglesia, memoria que se hace viva y presente a nosotros en el communicantes  de la celebración litúrgica en honor de un santo. Ellos, los santos, viven ahora en la gloria toda su vida en Cristo, cualquier detalle que recordamos de su paso por la tierra es memoria de la acción de Dios en sus vidas.

Todo esto es digno de asombro. Ha sido Kasper el teólogo actual  que mejor ha hecho ver la unidad entre Persona y Acontecimiento que se da en Cristo. Se trata de nociones que están lejos de ser patrimonio común en la formación doctrinal de la mayoría de los cristianos. Sin embargo, las nociones claves ya están en el magisterio del Concilio Vaticano II, en las enseñanzas de Juan Pablo II y en el Catecismo de la Iglesia Católica.

El Misterio de Cristo abarca desde su concepción virginal en el seno de María hasta su retorno glorioso, prometido, esperado, preparando su reinado glorioso, deglutiens mortem[xxvii].  Ese Misterio está condensado en la Muerte y Resurrección de Cristo,  también llamado Misterio Pascual. Este es el Evento o el Acontecimiento de Cristo, el único que no pasa: en él la Persona de Cristo reúne como en un haz la multiplicidad de sus momentos ocurridos en su paso por la tierra.  Persona de Cristo y todo cuanto hizo y sufrió unificado de un modo permanente, más allá de este tiempo y de este espacio.

El Espíritu Santo nos traslada al interior de ese Misterio principalmente por la celebración litúrgica de la Eucaristía y los Sacramentos. La contemporaneidad con Cristo, su Muerte y su Resurrección nos acontece cuando entramos en la Eucaristía y en los Sacramentos.   Esa contemporaneidad es como “desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo” para que Cristo esté presente a nosotros de un modo nuevo y también de un modo nuevo estemos nosotros presentes a Él.   Este giro (”ataduras de tierra y de tiempo”)  lo oí directamente al Beato Josemaría en una homilía suya: Celebramos la Sagrada Eucaristía, el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor, ese misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo. Celebramos, por tanto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, conde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado [xxviii].

 

 

Jorge Salinas Alonso

Madrid, 7.02.02

 



[i] Liturgia Fundamental, p. 153

[ii] Ordo Misae, Ritu Hispano-mozarábico peragendae, In praesentatione B. Mariae Virginis, comienzo de las Intersecciones solemnes o Dípticos.

[iii] CCE, n. 1085

[iv] Hb 4,13

[v] Concilio Vaticano I

[vi] CCE, n. 1085

[vii] San Basilio de Cesarea

[viii] cf. ut supra

[ix] v. 1, 1

[x] Jn 4, 34

[xi] Jn 17, 5

[xii] Lc 26, 46

[xiii] Hch 9, 4

[xiv] Hch 10, 17

[xv] Hch 10, 5-6

[xvi] Hch 9, 10-12

[xvii] Mt 25, 34-36

[xviii] Enc. Redemptor hominis

[xix] Col 1, 18-20

[xx] Jn 21, 17

[xxi] CEE, n. 2666

[xxii] Jn 14, 19-20

[xxiii] Jn 17, 21

[xxiv] cf. Lc 17, 10

[xxv] CEE, n. 521

[xxvi] n. 1085

[xxvii] 1 Pe 3, 22 en la Vulgata

[xxviii] Beato Josemaría, Conversaciones, n. 113